Prohibir la muerte, matar lo trascendente
Pocas cosas son imprescindibles en la vida, a saber, comer, beber y poco más. Para vivir no necesitamos los toros, no. Ni la poesía, ni el cine, ni el teatro, ni la pintura, ni la música. Y sin embargo, cuánto enriquecen nuestro espíritu. Cada época y cada cultura tienen sus expresiones artísticas que ayudan a dar un significado trascendente, entre otras cosas, de la vida y de la muerte, ¿para qué si no estamos aquí? Algunas de estas expresiones son asequibles para la mayoría del público, otras, sin embargo, aunque gozan de buena acogida, pues siempre está bien colgarse la etiqueta de persona culta, están al alcance de pocas sensibilidades, al menos en su sentido más profundo. Me refiero a la poesía deLorca o de Góngora, a la pintura de Picasso o Miró, la música clásica, tan escuchada y tan poco comprendida, y así tantos otros casos. A todos nos gusta decir que los leemos, los disfrutamos, los escuchamos... y, sin embargo, qué pocos los entienden en su complejidad.
Otro ejemplo claro lo tenemos con la ópera, espectáculo culto por excelencia. El día en que la libertad agonizó democráticamente un poco más en este país, Plácido Domingo arrancó un olé torero desde el corazón de uno de los públicos más cultos, el público de la ópera. Público sensible, capaz de emocionarse con la música y la historia de una ópera, pero también cultivado, porque es necesario procesar intelectualmente lo que se está percibiendo para valorarlo en su totalidad, porque no es inmediato, porque necesita explicación, conocimiento, amor,... y por eso es un espectáculo culto, donde el público se reserva el derecho a protestar y patear cuando percibe que en él no hay verdad. Culto y verdadero.
Verdadero como la Fiesta de Toros. A partir del momento del paseíllo, desde el sol hacia la sombra, simbolizando el paso de la vida a la muerte, hasta la ovación o los pitos, pasando por la muerte en el ruedo, todo lo que ocurre en la arena es verdad. En cada toro se reinventa, sin guión escrito, la lucha de la vida y la muerte. Y a la tauromaquia, arte que con sus valores ofrece una visión de la vida, una manera de interpretarla, cada torero añade su propia visión de la vida: valiente, estética, pura, alegre, entregada... Y durante esos mágicos veinte minutos el espectador reinterpreta junto con el torero esa lucha entre la luz y la oscuridad.
Y aunque estos conceptos aparecen como hilo conductor en otros ámbitos artísticos, precisamente es en el mundo de los toros donde su percepción estética alcanza una complejidad tal que la aleja de sensibilidades menos cultivadas. A los toros se va a emocionarse, a interpretar la vida, a buscar la verdad absoluta, pues no en vano dijo Lorcaque los toros son el espectáculo más culto del mundo. No es sencillo entender lo que ocurre en una corrida de toros, nada sencillo.
Este espectáculo culto oculta múltiples significados: escondiéndose detrás de una indumentaria anacrónica símbolo de la luz de la vida, a lo largo de un ritual, normalmente desconocido, que acompaña cada gesto en el ruedo, entran en juego el respeto y la veneración del torero y el público por un animal que simboliza lo desconocido, el valor, la fuerza, la muerte... Respeto y veneración que quedan enturbiados por la reacción desmedida de una sociedad sensiblera que vive de espaldas a la muerte, que pretende que no exista y que prefiere ocultarla antes de reconocer que no tiene explicación para ella. No es casualidad que los artistas de toda época y lugar traten de profundizar en los misterios de la muerte de manera recurrente. Pero una vez más, en esta sociedad, nos hemos quedado en la superficie: se prohíbe lo incómodo, se evita la reflexión, se limita la transgresión, se niega lo humano, se da la espalda a la naturaleza.
Por eso, ahora más que nunca los aficionados tenemos la responsabilidad de explicar la Fiesta de Toros, pero de verdad. Y esto no consiste en decir si el toro es castaño o colorao, o si el torero está o no en su sitio, o si la espada está caída o contraria, sino en profundizar en los valores que hacen que éste sea el espectáculo más culto y verdadero del mundo.
Fernando Gil Cabrera es licenciado en Biología por la Universidad Complutense de Madrid, doctorando en el departamento de Fisiología de la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid
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